No sé si atreverme a invocar por enésima vez la necesidad de un pacto social y político que consiga parar esta sucesión de leyes, que es en sí misma un obstáculo muy considerable para conseguir una mejora sustancial de la calidad de nuestra educación, mejora que se patentizará en los resultados, que es lo que medimos y nos miden con las evaluaciones externas e internas.
Esto nos lleva, para empezar, a la necesidad de revisar estos procesos de evaluación para que, más allá de los datos, se evalúen las debilidades y fortalezas de nuestro sistema, en conjunto y en cada una de sus unidades, y se diseñen políticas que permitan superar las primeras y consolidar las segundas.
Al menos, la nueva ley se aparta de la concepción anterior, que se basaba en la utilización de los resultados para establecer clasificaciones y procurar una competitividad entre centros ajena a un servicio público que hay que valorar y respaldar en función de los muy diferentes contextos en que se ejerce la labor docente. Una utilización de los datos para influir en el sistema que se hace so pretexto de una transparencia que nada tiene que ver con él y de la que precisamente andamos todavía bastante faltos en general.
El imposible acuerdo no deja de producir la sensación de que realmente no hay una conciencia de que la educación sea una cuestión fundamental; por mucho que las palabras se empeñen en afirmarlo, lo desdicen los hechos.
Para estar a pie de obra en la dura, muy dura, profesión de docente, es necesario pensar que estamos respondiendo con los esfuerzos que se nos requieren a un reto primordial para nuestros conciudadanos, y que el legislador lleva a cabo su tarea con esa prioridad. Pero lo cierto es que la realidad es tozuda en desmentir este planteamiento. Otros intereses o prioridades parecen estar por delante. Así, la elaboración de proyectos de trabajo, el diseño de estrategias metodológicas, la propia actualización formativa del profesorado, se afrontan con la poco incentivadora perspectiva de que las bases en las que se asientan son movedizas y de corta duración. Lo que hace más meritoria aún la labor de los profesionales, siempre en la frontera del desánimo y de la tentación de cerrase a sus propias convicciones y habilidades.
Los aspectos educativos que quedan pendientes en la LOMLOE
Esencialmente, nuestro sistema sigue siendo el que se instauró con la LOGSE, y ninguna de las revisiones que cada nueva ley ha pretendido ofrecer ha abordado realmente una definición consensuada de nuestro sistema educativo y la adopción de las consecuentes decisiones.
De este modo, y aunque se anuncie, nos tememos que seguirá pendiente el establecimiento de una carrera profesional que haga de la docencia una aspiración de los mejores, como se ha hecho en los países que tiene sistemas educativos que envidiamos, pero no copiamos.
Tampoco se profundiza apenas en la profesionalización del ejercicio de funciones directivas. A estas alturas debería estar claro que la modificación de los porcentajes en la composición de las comisiones de selección para la dirección de centros no es solución suficiente, y que este es, después del profesorado, un factor clave en la mejora de los sistemas educativos y sus resultados. Así lo exponen numerosos informes y análisis nacionales e internacionales. Además, esta profesionalización que no termina de abordarse en profundidad resulta imprescindible para el ejercicio adecuado de la autonomía que tanto se nombra y tan poco se concede en realidad.
Desde FEDADi, con el ánimo que mueve a la Federación y a cada una de las asociaciones que la integran de trabajar por la mejora de la educación pública como única garantía de equidad y de compensación de las desigualdades, se ha trabajado en los últimos años en el Marco español para buena dirección escolar, junto con la Federación de Directores de Colegios Públicos de Infantil y Primaria (FEDEIP) y el Fórum Europeo de Administradores de la Educación (FEAE), más la importante ayuda del profesor Antonio Bolívar. Este texto, que se ha ofrecido a las administraciones educativas, propone, desde una perspectiva estrictamente profesional, las bases del enfoque que debería darse a la dirección en nuestro país.
Se antoja poco discutible la necesidad de superar la etapa de la LOMCE, una ley prorrogada en su duración por los avatares políticos, pero que no debemos olvidar que nació más ajena al consenso que ninguna otra, con deficiencias técnicas considerables derivadas de la premura con la que se dictó y con un amplísimo rechazo de los agentes educativos, precisamente por esta dinámica en que nos movemos.
Otra cosa es que el nuevo texto de la LOMLOE permita atisbar alguna estabilidad en el futuro, pues tampoco nace del consenso, y seguramente por eso han quedado al margen de su redacción decisiones de calado que al decir de los expertos deberíamos plantearnos muy en serio, como la extensión hasta los 18 años de la obligación de formarse, que no de seguir la misma ruta formativa.
En paralelo, hay que considerar la conveniencia de redimensionar la ESO y el Bachillerato, al tiempo que la supresión del título de ESO y su sustitución por un sistema de certificaciones. La barrera del título no está en la mayoría de los países que consideramos "avanzados", donde además la repetición, mecanismo de recuperación de escaso éxito, se sustituye por el establecimiento de vías alternativas de segunda oportunidad. Son éstas cuestiones que sí se plantean en los ámbitos académicos y en los informes de diferentes organismos, de las que incluso se hace eco un reciente estudio comparado del Consejo Escolar del Estado.
Lo positivo de la nueva ley educativa
Debemos aplaudir, en todo caso, que la LOMLOE incorpore los retos de la Agenda 2030 y que haga previsiones para incorporar lo aprendido de la reciente situación de emergencia y prever futuros escenarios similares, con indicación particular de la lucha contra la brecha digital, lucha que deberemos librar sin olvidar que esta no es más que una de las manifestaciones de la brecha social, verdadero enemigo.
Del mismo modo, recibimos con satisfacción la recuperación de los programas de diversificación curricular, inexplicablemente suprimidos y sustituidos por programas de deriva del alumnado con dificultades, alumnado que, por suerte, finalmente pudo encaminarse a la titulación que la ley preveía negarle. Confiemos en que se aproveche la recuperación para rehacer un diseño más eficiente todavía de dichos programas.
También nos parece que devolver a los órganos colegiados, especialmente al Consejo Escolar, competencias que hagan cierto que se trata de órganos de gobierno, y no sólo de participación, es necesario para procurar una conciencia de comunidad dificultada por un texto que era personalista y dirigista.
Superados los odiados "estándares de aprendizaje", para los que incluso las comunidades gobernadas por el partido que respaldaba la LOMCE debieron dedicar largos y tortuosos esfuerzos en hacerlos viables (y lo podrían haber sido si se hubiesen diseñado con criterio y mesura), confiamos en que el diseño de los nuevos currículos sea, por fin, razonablemente ajustado a las posibilidades y las necesidades, sin desmesuras y priorizando los aprendizajes esenciales y las competencias que se espera que nuestros jóvenes alcancen, sobre todo en la etapa obligatoria.
Y, por supuesto, que la LOMLOE haga explícita manifestación y mandato de que el servicio público sea la prioridad a la hora de responder a las necesidades sociales, a la vista de la dirección privatizadora y con enfoque mercantilista que venía ganando espacio a pasos gigantescos, es una puerta a la esperanza para un nada despreciable sector de la población que a todos nos conviene que no quede al margen.
Para terminar, desde la consciencia de que tendremos una octava o novena ley en un plazo educativamente breve, y desde la convicción de que la estabilidad es por sí misma un factor de mejora del sistema, dejo aquí la petición de que se hagan cuantos esfuerzos sean necesarios para que esa siguiente e ineludible ley responda a toda la ciudadanía como instrumento clave para construir el futuro de una sociedad democrática.