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Humanidades, la unidad en un mundo de saberes fragmentados
Artículo de opinión
Fue Ortega y Gasset quien introdujo en el ámbito hispánico esta cuestión. Prologando la obra de Dilthey, señalaba el filósofo español: "Todo este conjunto enorme de labor teórica se ha llamado en Alemania 'ciencias del espíritu' o 'culturales', y en Francia, 'ciencias morales y políticas'. Estas denominaciones son de las más desdichadas entre los nombres de las disciplinas científicas, que, por caso curioso, no han tenido nunca buena suerte al ser nombradas (nota: el hecho es tan general que, por fuerza, se oculta tras él una causa histórica de rango categórico referente al origen y evolución de la ocupación teórica en la vida humana). Yo he propuesto que se las llame sencillamente 'humanidades'. Basta para ello ampliar el significado que la palabra tuvo en los estudios medievales y renacentistas y advertir que esta ampliación no hace sino instalar el término en el más propio y natural sentido de su acepción vulgar". Tiene razón Ortega en considerar significativa la dificultad generalizada para nombrar los estudios humanísticos. Al margen de intentos como el de Dilthey con sus "ciencias del espíritu", es indudable que en los sucesivos intentos fallidos de nombrar estos saberes refleja un cierto automatismo lingüístico por el que intentamos dignificar con las palabras algo que desestimamos en los hechos culturales reales.
¿Estamos entonces en un callejón sin salida? No. Lo que hemos de hacer es preguntarnos abiertamente acerca de cuáles son los fines de la educación. Qué es lo que valoramos y qué es lo querríamos valorar más. Si, por ejemplo, el valor de lo útil es el valor superior, entonces es absurdo preocuparse por la situación o el futuro de las humanidades. ¿Por qué? Porque si la manera de salvar las humanidades es convenciendo a la sociedad hiper-pragmática de que las humanidades son muy útiles, entonces hemos destruido la esencia de las humanidades, cuyo objeto está en la línea de los fines y no en la línea de los medios, de lo útil. Los que necesitan la utilidad para justificar su existencia son los saberes técnicos. Así, pues, hemos de plantearnos en todos los ámbitos educativos, desde el ámbito familiar hasta el ámbito universitario y la alta investigación, qué fines, qué bienes, qué virtudes buscamos. Y una vez establecidos, podremos pasar a deliberar sobre si hace falta más formación matemática, más formación geopolítica o más habilidades cibernéticas.
Se plantea entonces la objeción típicamente moderna: no nos vamos a poner nunca de acuerdo en qué fines ni qué bienes ni qué virtudes hemos de buscar, así que discutamos solo acerca de los medios... Objeción esta que no deja de ser paradójica. En especial cuando los mismos que la plantean suelen dar por bueno el fomento de la capacidad de comunicar, por ejemplo. Estimulemos la capacidad de comunicar, pero no vayamos a creer que podamos llegar a algo verdaderamente común.
Así las cosas, a menudo la defensa de las humanidades se limita a la defensa de una especie de marco escéptico en el que se han de circunscribir los avances científicos y así seguir incrementando el bienestar general. Pero entonces, de nuevo, las humanidades habrían perdido su razón de ser. Y es que solo si estamos dispuestos a plantearnos en serio la pregunta acerca de qué es el ser humano, la pregunta acerca de quiénes somos verdaderamente, tiene sentido luchar por las humanidades y su personalidad propia en el conjunto de los saberes.
Desde un sustrato cultural humanístico se puede fundar un análisis crítico de los logros o pérdidas que la sociedad del siglo XXI vaya protagonizando. Sin tal sustrato, perdemos el contacto con lo que fuimos y quedamos expuestos a cualesquiera procesos de deshumanización. Distopías literarias del siglo XX como las de Orwell o Huxley ya nos advirtieron de la posibilidad de un mundo donde los saberes técnicos hiper-desarrollados convivieran con un infierno en la tierra. El saber humanístico podría definirse, entonces, como aquel que nos proporciona una atalaya desde la que observar, comparar y juzgar los acontecimientos sin dejarse arrastrar por modas sociales, pseudo-mesianismos intelectuales o utilitarismos de cualquier especie. El saber humanístico es el que proporciona a la diversidad de los saberes una unidad que evite la fragmentación y el sinsentido de diversas áreas académicas desconectadas entre sí en una reedición de la barbarie del "especialismo" que el antes citado Ortega denunció en La rebelión de las masas.
La formación a través de la educación en estos presupuestos humanísticos requiere una superación de la pobre dualidad ciencias-letras que durante tanto tiempo ha emponzoñado la organización escolar en su raíz. Necesitamos una cultura educativa en la que se reivindique una y otra vez la urgencia de plantear las grandes preguntas acerca de la naturaleza humana, independientemente (y como presupuesto) de la formación de especialistas en las diversas áreas del saber. Un sociólogo que, por ejemplo, desestime la capacidad de la razón filosófica para discernir el significado de la vida humana, no será, a la postre, más que un mecánico al servicio de resortes de poder económicos y políticos. Lo mismo se puede decir de un filólogo, de un historiador o de un poeta. De ahí que la defensa radical de las humanidades no es meramente un conflicto entre diversos especialistas que piden más presupuesto para sus proyectos de investigación. La defensa radical de las humanidades reclama incluso a los propios humanistas profesionales que estén dispuestos a plantear, una y otra vez, la pregunta por la naturaleza humana. Pregunta que, para ser planteada de modo sincero, ha de estar formulada de tal manera que estemos abiertos a sorprendernos ante la realidad de una respuesta que se nos ofrece a nuestra mirada, liberada de prejuicios utilitaristas.
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