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El profesorado ante el acceso a cargos directivos: ¿una cuestión de género?
Artículo de opinión
El género, o identidad sexual, es una construcción sociocultural que empezó a estudiarse a partir de la segunda mitad del siglo XX, bajo las indagaciones de John Money y Robert Stoller, pioneros en este campo de investigación. Gracias a ellos, hoy día conocemos que, cuando hablamos de género, no sólo se hace referencia a "lo biológico", sino también a la determinación implícita de una serie de atributos (psicológicos, sociales, económicos, culturales, etc.) diferenciados socialmente y que giran en torno a "lo femenino" y a "lo masculino". La empatía, la comprensión, la búsqueda del equilibrio, la tendencia hacia lo democrático, lo emocional, entre otros, han sido rasgos asociados comúnmente a las mujeres. Se trata de valores propios de una cultura que se ha ido desarrollando a lo largo del tiempo bajo parámetros androcéntricos, es decir, el papel central y predominante de "lo masculino" como protagonista de lo público y otra serie de rasgos atribuidos "a ser hombre" (virilidad, autoridad, pragmatismo, racionalidad, etc.).
Por tanto, el género es producto de una construcción social, histórica y cultural y se convierte en la base sobre la que se construye la persona y su personalidad, la manera de pensar, de actuar, su estilo de vida, su autoestima, su autoconcepto, sus aspiraciones, etc. En cada momento histórico, la sociedad ha ido forjando valores, comportamientos, pautas y, por supuesto, diferencias entre los seres humanos. Así pues, el papel tradicional de la mujer, vinculado a las tareas domésticas, al ámbito privado, comienza a ir transformándose hacia otras esferas de lo público con la incorporación de ésta al mercado laboral (fábrica, faenas del campo, etc.) para sustituir las cuantiosas ausencias de personal con motivo de las dos grandes Guerras Mundiales durante el siglo XX.
Desde entonces, se ha sucedido una búsqueda de la igualdad de oportunidades y de la equidad de género, evitando situaciones discriminatorias desde el amparo institucional y legal. Sin embargo, la realidad pone de manifiesto otras evidencias. En la profesión docente la presencia femenina es mucho mayor que la del hombre, especialmente en los años de Infantil y Primaria. Sin embargo, a medida que ascendemos en el sistema educativo, su representatividad es menor y disminuye de manera proporcional. En Secundaria y la Universidad la cuantía de profesoras desciende a medida que vamos escalando los posicionamientos, rangos y niveles superiores (cargos académicos, decanatos, rectorados, entre otros). Es una realidad que la suma de mujeres que se ocupan de cargos directivos en centros educativos es mucho menor que la de hombres. En otros ámbitos laborales (empresas, ámbito sanitario, cuerpos de seguridad, etc.) los resultados tampoco difieren de los educativos. ¿Por qué?, nos preguntamos.
Para atender a este hecho, existen una serie de factores explicativos que facilitan una mayor comprensión acerca de esta realidad:
Factores externos
Dentro de éstos, existen ciertas preconcepciones que sitúan a la mujer en un punto determinado y que, en cierta medida, le impiden avanzar, especialmente a posiciones de mayor poder o de liderazgo académico. Es lo que se denomina "la cumbre social", como la subsistencia y mantenimiento de los roles, de forma que el hombre sigue desarrollando su vida en lo público y la mujer en lo privado, generalmente referido al hogar, al cuidado de la familia y al desarrollo de las tareas domésticas. Por consiguiente, nos encontramos también con una mayor dificultad de las mujeres para compatibilizar el mundo familiar con el profesional, siendo éste uno de los mayores obstáculos para su desarrollo profesional y, por tanto, una gran fuente de desgaste para ellas; además de la dificultad de moverse y conocer las estrategias internas de la organización desde una jerarquía dominada tradicionalmente por el género masculino (old boys club), lo que suponen barreras invisibles, externas, que limitan su acceso a estos cargos directivos (techo de cristal).
Tradicionalmente, el poder ha sido definido bajo una óptica androcéntrica y patriarcal, siendo los rasgos distintivos y característicos del líder aquellos asociados a la figura masculina: fuerza, seguridad en sí mismo, competitividad, estrategia, entre otros. La mujer, por su parte, ejerce un estilo de liderazgo más colaborativo, de consenso, abierto y democrático; características más asociadas a ellas. Por esta y otras razones, las expectativas que proyecta la sociedad en la "mujer como líder" son mucho menores en comparación a la de los hombres ("think manager, think male"; o lo que es lo mismo, "piensa en el líder, piensa en un hombre"). De este modo, la presión social ejercida sobre la mujer es muy fuerte, y al no tener referentes de "poder femenino", ella misma suele adoptar las estrategias masculinas de poder, imitándolas de forma exacerbada, en un proceso de aculturación masculina y de autoexigencia absoluta. En este sentido, tienden a ejercer un rol conocido como autoritario, despótico, rudo (superwoman), de ahí que circule esa creencia popular que considera que "las mujeres en el poder son peores que los hombres", como en el ejemplo de la primera ministra británica Margaret Thatcher, comúnmente conocida como "la Dama de Hierro", por su fuerte voluntad y determinación.
Factores internos
Éstos proceden de la interiorización y reproducción de los clásicos estereotipos de género, proyectados en el contexto escolar (maestros más aptos para ejercer puestos directivos y maestras para el cuidado y atención más personal).
Por otra parte, derivado de las dificultades estereotipadas de género, confluyen la diferenciación de expectativas, donde curiosamente la mujer tiende a autoexcluirse del acceso al poder académico, al considerarlo, según estudios, como un obstáculo que entorpece su tarea docente e incluso limita su desempeño profesional (miedo al fracaso, a no ser capaz, baja autoestima, sentimientos de culpa por desatender otras obligaciones familiares –síndrome de la mala madre-, etc.).
En la actualidad, los estilos de dirección, de acuerdo con las teorías y modelos organizacionales, están avalando la transición hacia un liderazgo transformacional, distribuido, participativo, compartido o democrático, frente a un estilo directivo racional y centrado sólo en resultados. Así pues, este primer estilo tiende a favorecer las relaciones interpersonales en un ambiente armónico para un mejor desarrollo profesional y personal. Paradójicamente, las características de este tipo de liderazgo han sido asociadas al estereotipo de género femenino, lo cual parece señalar cierto avance hacia una presencia de la mujer en el ámbito público. En este sentido, según el Instituto de la Mujer, en lo que va de siglo XXI (dieciséis años), la representatividad de la mujer en la dirección escolar se ha visto incrementada en un 10%. No obstante, su visibilidad en la dirección continúa siendo aún muy escasa.
Llegados a este punto, cabría plantearse: ¿qué se está haciendo? y ¿qué se debería hacer al respecto? Son destacables, en primer lugar, las medidas políticas (discriminación positiva) puestas en práctica para potenciar una mayor presencia de la mujer en diferentes espacios y entes sociales (política de cuotas, paridad en representación de órganos de gobierno, subvenciones para la contratación, medidas que permitan la conciliación laboral y familiar, entre otras). Se conciben, de este modo, como medidas a corto plazo que pretenden la búsqueda y el fomento inmediato de una igualdad intergéneros. En segundo lugar, cabe distinguir las medidas a largo plazo más efectivas, pero prolongadas en el tiempo, a través de la coeducación como una forma de vida que desarrolle respeto hacia la diversidad, la libertad y una convivencia solidaria basada en la "equidad de género".
En todo ello tiene un papel crucial la intervención socio-familiar desde edades tempranas, puesto que supone formar a las nuevas generaciones con estos valores coeducativos, tanto desde la escuela como desde el hogar predicando, de esta manera, con el ejemplo en la vida diaria (compartir tareas domésticas por ambos progenitores, respetar gustos y actividades lúdicas de los hijos o el alumnado, evitando la proyección de prejuicios que puedan limitar su desarrollo y potencialidades, así como la distorsión perceptiva de la realidad).
Por tanto, somos "herederos" de un momento sociocultural, enclavado en un contexto histórico determinado, el mismo que reproduce unos estereotipos, creencias, sentimientos, patrones comportamentales que determinan nuestra proyección futura. El cambio social comienza por un cambio educativo, donde la persona es la "piedra angular" del sistema, independientemente del género, estereotipos, atribuciones, etc. Ese es pues, nuestro cometido, forjando el presente estaremos asentando los "cimientos" para una nueva sociedad.
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