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Artículo de opinión
Es inevitable que todo grupo humano lo suficientemente amplio como lo es una ciudad, genere diferentes estratos, divisiones y capas en las que se sitúan los individuos. Todo gran colectivo se fragmentará inevitablemente en subgrupos, y éstos a su vez en comunidades, y así sucesivamente, esto es ineludible y tampoco es que sea necesariamente pernicioso. Las macroestructuras económicas, sociales y culturales de los continentes, luego países, dependen de una buena gestión por parte de las ciudades –aparte de una distribución de recursos y supervisión general hecha por los gobiernos federales–. Lo que las estructuras educativas de las ciudades tienen la responsabilidad de ofrecer –que no imponer– es aquel marco amplio de conocimiento que permita los niveles de cohesión necesarios para que dicha diversidad florezca sin antagonismos ni enfrentamientos demasiado virulentos, más bien todo lo contrario, y que, partiendo de ese conocimiento y esa educación, los distintos subgrupos que forman la amalgama racial, cultural, política, económica y social de una ciudad, se vean motivados y atraídos por esa misma variedad y diversificación en la que se comparte un espacio físico, económico, político, social y cultural. Ésta es la prioridad de toda ciudad que se precie como escenario grupal y de buena convivencia entre ciudadanos de etnias, culturas, economías, posicionamientos políticos y razonamientos dispares.
El destino global de los pueblos y las naciones engloba la cotidianidad cultural, social y económica en las que discurren las vidas de los ciudadanos y ciudadanas, de ello que sea de suma importancia que las ciudades gestionen apropiadamente sus recursos económicos, humanos y estructurales en pos del enriquecimiento individual y colectivo de sus miembros. La comprensión parte siempre del conocimiento en una ecuación directamente proporcional: a mayor conocimiento, mayor entendimiento; a menor conocimiento, mayor ignorancia, por ende, menos comprensión.
La educación no puede ni debe ser secundaria, sus presupuestos han de ser prioritarios y la formación de los educadores y educadoras ha de ser exhaustiva como vehículos del conocimiento y de los valores sociales, científicos, humanistas. No se trata de mobiliario urbano ni de gestión de servicios alternativos, sino de la sustancia primordial que hace y da vida a la propia ciudad, que son las personas. No se trata simplemente de normas vacías y burocráticas de homologación o ISO's interminables, sino de sistematizar la excelencia en cada una de las formas educativas ofrecidas a los ciudadanos y ciudadanas en todo el abanico que nuestra cultura occidental ha sabido crear y desarrollar a través de los siglos como motor primordial –que no único– de la evolución. El resultado final dependerá, por supuesto, de los individuos, sus prioridades y limitaciones, y los sistemas educativos y formadores de las ciudades han de ser plataforma y trampolín para todos sus miembros, abarcando todas las etnias, posiciones políticas o apolíticas, nivel socio económico cultural, credo, etc. La ciudad cultural se define a sí misma sobre sus éxitos y sus fracasos, que la balanza se decante más hacia unos u otros dependerá de la eficiencia, la exigencia y perfeccionismo con que se apliquen sus principios educadores. El éxito de uno es el éxito de todos, y viceversa. Recordémoslo.
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