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"La orientación inclusiva atraviesa todo el sistema educativo y lo excede, cubre el arco de la vida entera"

Entrevista


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Entrevista a Carlos Skliar, investigador independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas de la Argentina, CONICET e investigador del Área de Educación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) (Argentina)
¿Cuáles son los principales retos de la orientación y la educación inclusivas?

Desde hace ya más de tres décadas se ha venido hablando de la educación inclusiva, con diferentes matices y en múltiples dimensiones. Si bien es cierto que por entonces era necesaria una visibilización extrema del problema de la exclusión, de la inequidad y se hacía imprescindible un sistema de derecho revulsivo que modificase de raíz la condición existencial de algunas poblaciones abandonadas, desprotegidas o ignoradas, ahora los retos son otros y los resumiría en cuatro cuestiones centrales: que se abran de verdad, incondicionalmente, las puertas de las escuelas públicas a los niños y jóvenes mal entendidos como "diferentes"; que el lenguaje del derecho no se enquiste apenas en una estructura política-formal sino en una ética de las relaciones –una ética singular, una ética de la responsabilidad, de la afección-; que la organización de las escuelas modifique sus espacios y sus tiempos no ya en virtud de las pautas evaluativas externas sino en consideración de las particularidades de la vida interna de las comunidades escolares y que las prácticas educativas se concentren en una idea del enseñar a "cualquiera", desprendiéndose de toda idea de "normalidad" y "control" sobre el aprendizaje.     

Los expertos consideran que no sólo se debe promover la inclusión en el sistema educativo, sino también promover la inclusión en el proceso de aprendizaje. ¿Considera que este último aspecto se tiene en cuenta?

Soy de aquellos que sienten y piensan la inclusión como un término que todavía hoy expresa un deseo incumplido, una falta, un vacío. Su reiterada pronunciación no indicaría sino su ausencia de vitalidad, su inexistencia, una apelación a veces desesperada a una presencia fantasmagórica. En las prácticas educativas más centradas en la búsqueda de experiencias y el lenguaje narrativo, "inclusión" es una palabra que sobra, que no necesita ser enunciada: la relación –y las prácticas- o está presente o no lo está, existe o no existe. En ese sentido me inclino a pensar que a pesar de los esfuerzos denodados por acrecentar la cantidad de población incluida en el sistema educativo, aún resta por saber qué haremos juntos y, sobre todo, cómo lo haremos bajo condiciones de igualdad. La igualdad es primera, es inicial, se pone en juego al comienzo, no puede ser apenas una promesa que se posterga indefinidamente. Así, subrayo una antigua noción del enseñar: ofrecer, donar, dar signos que otros descifrarán a su tiempo y a su modo. La clave está, a mi modo de ver, más en el enseñar que en el aprender. Se que asumo aquí una posición a contra-corriente, pero sostengo que enseñar es nuestra responsabilidad y que aprender –más allá de su misterio y encantamiento y el hecho que ignoramos de verdad cómo se aprende- es responsabilidad del otro. Para ser aún más preciso: habría que desprender el enseñar del aprender, porque lo poco que sabemos es que siempre se aprende otra cosa de lo enseñado, con otros signos y en otro momento de la vida.

Generalmente, las acciones de educación y orientación inclusivas se centran en la educación primaria y secundaria, ¿cómo se trabajan en la universidad y la formación profesional?

La orientación inclusiva atraviesa todo el sistema educativo y lo excede, cubre el arco de la vida entera: se refiere a lo escolar, sí, pero sobre todo a lo educativo en su sentido más amplio y, por ello mismo, difuso: ciudades, barrios, instituciones, medios de transporte, arquitectura, generaciones, edades, sexualidades, géneros, cuerpos, medios de comunicación, lenguaje. No abogo por hacer de todo esto una suerte de "paraíso de lo políticamente correcto", sino más bien el hecho de comprender cuánto afectamos y somos afectados en la convivencia cotidiana. La universidad –en su zozobra actual, en su vaivén de sentido, en su raro privilegio de concentrar la mayor parte de la formación- se plantea un desafío inocultable: ¿Qué significa "conocer" a otros, relacionarse con ellos e idear una experiencia educativa que de sentido no sólo a una presencia sino a una existencia común? No ha habido a mi entender, todavía, ningún consenso al respecto: ligados a la inclusión se observan formaciones altamente tecnocráticas, y/o centradas en un exceso de razón jurídica, y/o apenas moralizantes y moralizadoras, y/o fundadas en un terreno economicista. El reto, que sí lo hay, es ampliar la dimensión de la formación no sólo "incluyendo" el relato de los hasta aquí supuestamente "silenciados y silenciosos", sino el de generar espacios de libertad y de igualdad donde ir hacia el encuentro, escuchar, percibir, atender, permanecer y construir una formación acerca de lo común. Y lo común aquí no significa necesariamente lo universal, sino más bien aquello que está destinado a cualquiera y que lo afecta, al mismo tiempo, de un modo singular.   

¿La educación inclusiva favorece una perspectiva más justa de la educación? ¿Y de la integración social?

Sin dudas, sobre todo cuando por justicia entendemos el peso del otro en nuestras prácticas y nuestros saberes. Pero lo que más contribuye a ello es comprender que la inclusión educativa y la integración social (como ocurre con otros términos que son vitalmente relacionales, es decir, la amistad, el amor, la fraternidad, la igualdad) se resuelven sobre todo en aquello que hemos llamado de "gestos mínimos" más que en el emprender una cruzada heroica o virtuosa que ejercen algunos sobre otros. Por gestos mínimos (no menores, sino mínimos) entiendo lo sustancial: el contacto entre cuerpos, la cotidianidad de los encuentros, la conversación, la detención, la pausa, el estar-juntos, los modos en que recibimos y damos lugar a otras vidas, la posibilidad de estar en desacuerdo, aprender a escuchar, aprender a mirar, dar paso a las voces que habitan lo escolar y lo social, etcétera. Aquí la orientación puede desempeñar un papel esencial: se trata de planificaciones, sí, de una atención a las didácticas, también, de una organización curricular, por supuesto; pero lo que se pone en juego en la inclusión es un conjunto de existencias en su presente y en su porvenir y, por ello, hay que prestar mucha atención a su filiación con la hospitalidad. Me refiero a dar acogida al desconocido, al anónimo, al que se rotula como "diferente", recibir su lengua, su aprendizaje, su cuerpo, su experiencia como lo haríamos con cualquier otro y no juzgarlo, no encerrarlo, no caer en esa telaraña de sinsentidos que también sobreviene con la inclusión: el enclaustramiento del otro en su proclamada deficiencia, en su aparente anormalidad. Orientar aquí podría significar hacer comprender que lo educativo y que el aprender sobrevienen de su propia fragilidad, no de su supuesta "naturalidad".   

¿Hay algún país que destaque por sus buenas prácticas en orientación y educación inclusiva?

Se reconoce el trabajo realizado en los países escandinavos, las experiencias de algunos países de la Unión Europea, de Centro-América y el Caribe, pero no quisiera subrayar aquí sólo panoramas generales o estadísticas –ya disponibles- de organismos internacionales. En todos los sitios, en todos los continentes, hay personas y comunidades que ponen en juego a cada día, en cada circunstancia, bajo las condiciones más inhóspitas, esos gestos mínimos que nos reconcilian con la educación y con la vida. El horizonte de las escuelas públicas se torna cada vez más oscuro y estrecho en varios países del mundo y su defensa se vuelve aún más conmovedora. En tiempos de urgencias, hiper-tecnologización y transformación de lo humano en valor de mercancía, vale la pena destacar esas acciones en apariencia pequeñas o poco visibles pero que configuran una batalla del todo singular: seguir insistiendo en lo público como la única cura frente a la enfermedad del individualismo, el descuido peligroso del planeta y la propensión al éxito personal como medida de todas las cosas. Una "buena práctica" es también aquella que posibilita a las futuras generaciones poder habitar un "buen mundo", dejarlo "en buenas manos", esto es, una práctica que se preocupa con el mundo y se preocupa con los otros, más acá y más allá del mundo que nos toca vivir, más acá y más allá de nuestras propias vidas. 
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