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Despacio, despacio...
Artículo de opinión
Vale ya de anécdotas vacacionales. Ahora saco la derivada: el término ‘despacio' en la intención, consciente o no, de los adultos que se dirigían a los niños en los dos casos, remite a la idea de ‘orden', ‘respeto', ‘armonía' entre la actividad infantil y el entorno. Despacio es entonces sinónimo de dulce, suave, sin amargura, sin violencia. Y también es sinónimo de moderado, sin estridencia, humilde, no disonante… ¿Por qué no vincular, entonces, este ‘despacio', tan lleno de connotaciones positivas, con la educación infantil en sentido amplio? ¿Qué mejor para la educación que las ideas de orden, dulzura, respeto, humildad y armonía? Pero ¿cómo llevar este ‘despacio' a la práctica? ¿Prohibimos las carreras en los pasillos del colegio? ¿Colocamos un radar para multar a los que corran demasiado rápido por el patio? Obviamente, no. Ya hemos visto que no se trata de un problema de velocidad. Se trata de la armonía con el entorno y no del anquilosamiento del niño. Una educación lenta bien entendida está al servicio de aquellas connotaciones positivas ya mencionadas. Huye del inmediatismo, huye también de la idolatría de los métodos. Provoca y fomenta la paciencia, la espera, la contemplación y el sentido del tiempo oportuno.
Veamos ahora una experiencia pedagógica que encaja perfectamente en la idea de educación lenta que acabamos de exponer. Se trata de un huerto escolar en medio de una gran urbe. Los alumnos de Educación Infantil y primeros cursos de Educación Primaria del Colegio Cardenal Spínola en Barcelona trabajan semanalmente en un huerto con todo tipo de verduras. Allí van a regar, limpiar, compostar, quitar malas hierbas y, por supuesto, cosechar. ¿Consecuencias prácticas? Constancia en el trabajo, saber esperar, descubrir que todo tiene su tiempo, que la naturaleza tiene sus ritmos y sus incertidumbres (la naturaleza gusta de ocultarse, decía Heráclito). ¿Acaso un niño quiere las patatas ya? Pues aprende que tendrá que esperar a que crezcan. Eso sí, al cabo de unos meses, no sólo cogerá las patatas sino que en el comedor del colegio las pelará y las freirá o las cocerá para una ensalada y se las comerán entre todos. Y hasta llevará a casa unas cuantas acelgas y unas cebollas, con una sonrisa de oreja a oreja. De paso, se estimula en los pequeños el interés por alimentos que no suelen ser sus favoritos. Porque si las acelgas que me pone mi madre son las que he visto crecer durante meses en el huerto del colegio… entonces, mamá, olvídate de las pizzas precocinadas o de las grasientas hamburguesas y hazme una buena ensalada.
Quizás algún niño se sorprenda de que las lechugas crezcan despacio, despacio, muy despacio, sin hacer ruido, sin molestar a nadie, en armonía con su entorno. Si a la vez descubre el enorme valor de esas lechugas, habrá aprendido una lección inolvidable. En la época en que viví las dos anécdotas personales referidas al principio, dirigió el prestigioso cineasta Carlos Saura una polémica película titulada Deprisa, deprisa en que se veía a varios jóvenes sin esperanzas dentro de un deprimido extrarradio madrileño a finales de los 70 del siglo pasado lanzarse al vértigo de los robos de coches, los atracos a mano armada y las drogas. En contraste, un buen lema para que la educación sembrara la esperanza y la confianza en las nuevas generaciones debería ser algo así como despacio, despacio…
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