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Un nuevo modelo de evaluación, un nuevo modelo de calidad

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Javier Gómez Pérez. Jefe del Departamento de Formación Evaluación e Innovación Educativa del IES Diego de Guzmán y Quesada (Huelva)
Parece mentira que con los dos pies ya metidos dentro de la segunda década del siglo XXI alguien pueda cuestionar la utilidad de llevar a cabo de forma sistemática evaluaciones rigurosas de todos los procesos que se desarrollan habitualmente en un centro educativo. Y sin embargo, tras la creación en los institutos de educación secundaria de Andalucía en el presente curso escolar de los departamentos de formación evaluación e innovación educativa, designados por la administración andaluza paladines de la cultura de la autoevaluación en un entorno de trabajo, como es el de la enseñanza, con profesionales acostumbrados a evaluar a los demás y rara vez a sí mismos, no resulta extraño escuchar a estos profesionales dudar de la necesidad de examinar todo lo que allí acontece.

Si se dedica un momento a conversar con los escépticos de la cultura de la evaluación parece evidente que tienen razones capaces de justificar en mayor o menor medida su escepticismo. Y es que en demasiadas ocasiones la autoevaluación les ha sido impuesta, sobre asuntos que no consideran relevantes y, lo que es más significativo, sin que tenga consecuencias. Lo cual no quiere decir que los profesionales de la educación no cuestionen ni revisen de modo alguno su labor, nada más lejos de la realidad, sino que esta autoevaluación se ha venido haciendo de manera informal, cuando no de forma episódica, y teniendo como único guión en la mayoría de las ocasiones la pura improvisación. Así, a pesar del voluntarismo más acendrado, durante años y años los educadores han venido sembrando páginas y páginas de memorandos en los que han recogido sus bien intencionadas reflexiones de fin de curso en junio para que llegado el momento de la cosecha en septiembre estas apenas hayan dado frutos. Además, no se les puede negar la razón a estos escépticos cuando apuntan a que el único estamento educativo (dejando a un lado a los alumnos) al que se le impone la evaluación es a los docentes, sin que se conozca evaluación alguna, por citar un ejemplo, de los administradores de la cosa educativa, tan responsables como los docentes de los resultados de la educación.

Parece, por tanto, que si se estima la evaluación del sistema educativo, y más concretamente de los centros de enseñanza, como algo beneficioso siempre y cuando se den las condiciones necesarias para ello, habrá de realizarse un esfuerzo para que se den esas condiciones: plena información sobre los objetivos de la evaluación, los resultados y sus consecuencias; trascendencia de la evaluación, más allá de su carácter burocrático; objetividad, para lo cual ha de tenerse presente los condicionantes del evaluado; y, por último, libertad para evaluar aquellos aspectos más significativos para la comunidad educativa de cada centro. Estas condiciones, así como unos efectos beneficiosos para el centro objeto de evaluación que redunden en una mejora de su calidad, en cualquiera de las múltiples acepciones que de este término quieran considerarse, serán conseguidos más fácilmente si la evaluación es de tipo mixto; es decir, si es realizada en parte por agentes externos a la vez que se realizan procesos de autoevaluación dentro del propio centro. Para ello, debería contarse con agentes evaluadores formados en dicha tarea y con pleno y actual conocimiento de la realidad de los diversos centros educativos, lo cual a alguien ajeno al mundo educativo actual podría parecerle propio del cuerpo de inspectores de educación, pero que por desgracia hoy por hoy está muy lejos de semejantes funciones.

Una forma de llevar a cabo una evaluación como la descrita, que combine la valoración externa con la evaluación interna, suponiendo además un esfuerzo por superar las reticencias de escépticos a la vez que una oportunidad para el desarrollo de una carrera profesional docente, promesa siempre postergada por los sucesivos gobiernos de la democracia, la podemos encontrar en otras actividades distintas a la enseñanza. No me estoy refiriendo a la utilización de empresas auditoras externas, solución fácil de llevar a cabo pero en mi opinión de dudoso resultado en un ámbito como el educativo por distintas razones cuyo análisis sería el motivo de otro artículo. Se trataría de trasponer a la educación un modelo ya usado con éxito por grandes empresas multinacionales en sectores como el bancario. Este modelo se basa en la utilización como agentes evaluadores a los propios sujetos evaluados, de forma que los que hoy son evaluados por unos mañana se convierten en evaluadores de otros. Dicho de otra forma: un grupo de docentes cualificados de uno o varios centros de enseñanza visitarían durante un tiempo limitado otro centro de una provincia o incluso, por qué no, comunidad autónoma distinta a la suya para evaluar todo lo que allí tiene lugar y en base a su valoración experta emitir un informe orientador que, además de poder ser usado por la administración educativa para las tareas que le son propias, serviría como impulso para el cambio y la mejora de la calidad educativa del centro.

La clave de este modelo reside en la cualificación de los agentes, que no sólo deben ser convenientemente formados para desempeñar una nueva función como evaluadores y asesores de otros docentes, sino previamente escogidos con sabiduría y justicia entre los voluntarios para esta responsabilidad en base a su experiencia y logros profesionales reconocidos, y en que estos profesionales de la educación no se verían apartados de su labor en el aula, sino que se desarrollarían profesionalmente compartiendo sus conocimientos y experiencia gracias al desempeño de forma ocasional durante breves períodos de tiempo a lo largo del curso escolar de estas tareas. De este modo, cada centro recibiría periódicamente, por ejemplo cada dos años, la visita de un equipo de evaluación formado por docentes (bastaría un número de tres) como los que allí trabajan, sin relación previa alguna con dicho centro, y que durante una semana actuarían como observadores analizando todo lo que allí acontece, disponiendo de un conocimiento documental sobre la realidad del mismo, para posteriormente emitir un informe asesor que sería discutido con los propios evaluados con la finalidad de elaborar un plan de acción periódicamente revisado en el que se establecieran metas para la mejora de todos los procesos que tienen lugar en un centro educativo y que influyen en la calidad de la educación que ofrece. A su vez, de ese centro evaluado saldrían en otro momento docentes preparados para participar en la evaluación y el asesoramiento de otros centros de forma que la evaluación externa se convierte en algo parecido a la autoevaluación en el momento en que ésta se lleva a cabo entre iguales.

En momentos como los que estamos viviendo, donde los recursos económicos escasean, es cuando más necesario resulta justificar lo oportuno de cada inversión, y la educación no es ajena a esto. Por este motivo, implantar en todo el sistema educativo una cultura de la evaluación auténtica, lejos de toda imposición burocrática preocupada por la forma pero carente de sentido; democrática, en tanto en cuanto haga posible la participación de todos los implicados; y responsable, al perseguir no la identificación de las partes del sistema que funcionan defectuosamente sino el camino para que todo funcione cada vez mejor, no es ya una necesidad sino un imperativo.
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