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La calidad de la autonomía

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Joan Domínguez Pavía. Maestro de Educación Infantil. Secretario del CEIP Vil·la Romana de Catarroja (Valencia)
Es un hecho consabido que los centros educativos contamos, teóricamente, con la autonomía necesaria para desarrollar nuestra labor pedagógica de la mejor manera posible. Esta autonomía interesa todos los ámbitos del proceso de enseñanza y aprendizaje. La manera de planificarlos, llevarlos a cabo, auditarlos y mejorarlos depende de un buen entendimiento de la evaluación como elemento inherente e intrínseco al citado proceso. La evaluación diagnóstica aparece en el horizonte de las medidas que pretenden mejorar el rendimiento de nuestros alumnos. Su excesivo tecnicismo, su pretenciosidad artificiosa y la carencia de un fundamento óptimamente transmitido a los profesionales que deben llevarla a cabo la dejan en la cuneta del camino. Nos encontramos con que la autonomía de la que empezamos hablando se convierte en un hecho no consumado.

La evaluación diagnóstica afronta el difícil empeño de conjugar aquellos aspectos evaluables curricularmente (y que forman parte de las programaciones tradicionalmente entendidas) con la estimación lo más aproximada posible de la eficacia con que operan las herramientas del propio proceso educativo. Semejante propósito no puede aprehenderse con la simple confección de unos exámenes-tipo impersonales, abstractos e irrelevantes. En sus instrucciones, además, se insta a los centros a que procesen a su manera los eventuales resultados obtenidos en aras de la mejora de la excelencia en la calidad educativa. La propia estructura con que se construye el concepto de evaluación sumado al de calidad se viene abajo por no disponer a los centros de unas herramientas fiables, consensuadas, testadas y probadas.

La principal asignatura pendiente de los centros radica en la evaluación. Una evaluación que impregna todos los aspectos del quehacer pedagógico debe empezar por uno mismo. ¿Somos los profesionales lo suficientemente independientes para asumir esto? ¿Sentimos reconocida nuestra labor como para impulsar constantes iniciativas de mejora? ¿Están premiadas de alguna manera la voluntad, el esfuerzo, la tenacidad, el reciclaje continuo al que nos sometemos algunos? El profesional de la educación se halla inmerso en una estructura tremendamente tecnificada (planificaciones, secuenciaciones) de la que debe rendir cuentas para asegurar el correcto funcionamiento del sistema, pero también ha de ser fiel a sí mismo y desarrollar en esa estructura su personal visión y particular proceder en la labor educativa. Y no es sencilla esta tarea.

Para mejorar los criterios de evaluación en los centros es necesario que toda la comunidad educativa sea consciente de que es susceptible de ser mejorada. Y los maestros debemos ser, quizá, los que, con nuestro ejemplo, abramos la primera puerta hacia la tan deseada excelencia. Saber explicar en qué consisten nuestros métodos, aportar ideas constantes; requerirlas asimismo de los demás miembros de la comunidad, innovar en los campos que están progresivamente a nuestro alcance (nuevas tecnologías, idiomas, plataformas de comunicación, redes sociales), trabajar con aquellas metodologías que realmente surtan efecto y resulten motivadoras. En resumen, conmover a la comunidad educativa y dejar que ésta nos conmueva.

Un proyecto que busque el éxito es aquel que integre a todas las personas que lo llevan a cabo como inmejorable materia prima, que cuente con ellas de verdad; que acepte la incesante investigación y el alimento de la curiosidad como herramientas de trabajo y que asuma la determinación de que su finalidad sólo puede entenderse como la eficacia y mejora de todo ese proceso con la eficacia y mejora de los elementos que lo componen.

Es prioritario que entendamos que la evaluación es un proceso viral que afecta desde la base hasta la cima de la educación; que está presente siempre, pero no como amenaza sino, más bien, como garante de que entendemos el proceso, lo situamos correctamente y sabemos prever los posibles contratiempos y, sobre todo, que somos protagonistas de ese proceso; proceso que no acaba, que no es suma ni resta, que no se mide. La evaluación no se hace, no se aplaza, no se puntúa. El maestro es evaluación y viceversa. El alumno es evaluación y viceversa. Y así hasta completar e implicar a todos los miembros de la comunidad educativa. Sólo cuando entendamos esto podremos hablar de otros aspectos que podrán ser complementarios, accesorios; que nos podrán interesar, que nos servirán para homologar ciertas conveniencias. Nunca antes.

La mejora de la calidad educativa pasa indefectiblemente por el reconocimiento de la autonomía pedagógica de los maestros. Autonomía explicada, desarrollada, probada; en una sola palabra: real. El sistema ha de ser constantemente cuestionado para probarse su eficacia; su operatividad y es el maestro el primero que debe hacerlo. Conformarnos con que nuestra autonomía se limite a una flexibilidad de horarios o a la elección final de los recursos sólo cercena las voluntad de mejora a la que aspiramos. A partir de aquí el resto de miembros de la comunidad educativa irá ganando voz y voto en los procesos educativos. Conseguir que alumnos, familias y administración se desprendan de su bagaje representativo y bajen a la arena del trabajo diario facilitará el cambio. Que aumente el rendimiento global es cosa de todos. Por eso todos debemos defender nuestra autonomía.

Sólo los maestros libres ganarán la excelencia educativa.
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