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Conciliar familia y trabajo: la difícil exigencia

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José Luis Carretero Miramar. Profesor de Formación y Orientación Laboral (Madrid)
Ha sido a raíz de las modificaciones legales introducidas en nuestro Derecho Laboral por la Ley de Conciliación de la Vida Laboral y Familiar de 1999, y por la Ley Orgánica de Igualdad de 2007, que el concepto mismo de conciliación de la vida laboral con las exigencias de la vida en familia ha permeado el conjunto de nuestro ordenamiento, como exigencia del desarrollo productivo del mundo moderno, y del concomitante ingreso en la población activa de sectores que anteriormente se mantenían al margen del mundo laboral. Estamos hablando, principalmente, de las mujeres.

Han sido tradicionalmente las mujeres quienes, en nuestro país, se han encargado de llevar a cabo todas las labores de cuidado de los familiares incapacitados y menores y de reproducción de la propia fuerza de trabajo del marido empleado. Esta injusta distribución no ha sido modificada en esencia en los últimos decenios, en los que, sin embargo, el acceso de las mujeres a puestos de trabajo en la producción y los servicios (y, por tanto, fuera del domicilio familiar) se ha multiplicado.

Así, el problema de cómo hacer posible este acceso al mundo laboral, que dota a sectores tradicionalmente sometidos a una rígida disciplina patriarcal, de una nueva autonomía e independencia económica, cohonestándolo con la continuación de la imprescindible realización de las labores familiares, ha sido encarado por nuestra legislación desde la perspectiva de la ordenación modificada del tiempo de trabajo.

Nuevas excedencias y permisos, nuevas determinaciones como la que permite (al menos en la teoría) la adaptación del tiempo de trabajo a las exigencias de la conciliación de la vida laboral y familiar, han sido profusamente reguladas en nuestro Derecho del Trabajo, siguiendo la estela marcada por el concepto comunitario de la flexiguridad (más conocida popularmente como "flexiseguridad”), desarrollado por el Libro Verde de la Comisión Europea "modernizar el derecho laboral para afrontar los retos del siglo XXI”, del año 2007.

Asimismo, los poderes públicos han, incluso, realizado tímidas tentativas de concienciación de la población de la necesidad de una más justa distribución entre los géneros del trabajo doméstico, sin alcanzar excesivos resultados prácticos.

Sin embargo, el camino que ha sido poco explorado, ha sido el seguido por los países nórdicos en su viraje hacia una sociedad en la que el trabajo femenino es una norma aceptada: el camino del levantamiento de un potente sistema público de ayuda a la familia, y de unos potentes servicios comunitarios que la protejan.

Como ha puesto de manifiesto el catedrático de Políticas Públicas de la Universidad Pompeu Fabra, Vicenç Navarro, la diferencia esencial entre los mecanismos de conciliación de nuestro país y los escandinavos (que todo el mundo parece aceptar como modelo o destino), no estriba tanto en la regulación de una mayor flexibilidad en la determinación del tiempo de trabajo, asociada a este aspecto, sino en la escasez de gasto público social destinado a mantener servicios que faciliten la conciliación en nuestro país.

Estamos hablando de cosas recién iniciadas en nuestro Estado, o poco o nada desarrolladas en el mismo, como una educación infantil pública fácilmente accesible, servicios válidos de atención domiciliaria a dependientes y mayores, o la garantía de unos ingresos mínimos a las familias que se acerquen a determinados umbrales de pobreza.

Los países que siguen el mismo modelo que España, manifiesta Navarro, tienen la más baja tasa de fecundidad del mundo, lo que, entre otras cosas, afecta directamente a la sostenibilidad de su sistema de pensiones y a la propia tasa de actividad femenina.

Así pues, la construcción de un edificio creíble de conciliación real de la vida familiar y laboral, y de aumento concomitante de la tasa de actividad de las mujeres, no puede tener a los poderes públicos como simples reguladores externos que lo fían todo al buen o mal hacer de las empresas, sino que los mismos han de asumir la responsabilidad de garantizar unos servicios públicos de calidad que permitan hacer posible la conciliación y, con ella, la independencia y autonomía de miles de personas.
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