El modelo vigente no es eficiente y es escaso. No ha ayudado a retener en el sistema educativo a los jóvenes con menor poder adquisitivo familiar, lo que ha conllevado uno de los más altos índices de abandono escolar de la Unión Europea (29%). No ha estimulado a que las mentes más brillantes se quedaran en la Universidad y no ha favorecido la atracción de talento de otros países. No ha funcionado en el ámbito de la formación continua (12%), si lo comparamos con la media de la OCDE (30%).
Aquí, la apuesta ha sido la contraria. Educación pública obligatoria gratuita y educación universitaria subvencionada en un 80% del coste del alumno, y formación continua ocupacional gratuita, pero pocos recursos a para becas.
Este sistema ha significado que nuestros alumnos y sus familias, así como los empleados y las empresas no valoran el coste de la inversión en formación que la sociedad realiza en forma de impuestos distribuidos por el Gobierno del Estado y las Comunidades Autónomas, muchas veces con el apoyo de la Unión Europea.
La educación y la formación, como la salud y los servicios sociales o la seguridad tienen un coste importantísimo. Un coste que vale la pena pagarlo como una inversión para nuestro presente y futuro, como se puede percibir en estas épocas de crecimiento del paro y dificultad de creación de puestos de trabajo.
A mi modo de ver, si el modelo fuese el inverso, es decir, que las personas que se educasen o se formasen tuvieran que pagar con una parte superior de la inversión educativa, ésta seria mucho más eficiente.
Seguramente muchos de los lectores señalarán que este modelo no corrige la desigualdad de oportunidades que existe en la sociedad, que puede significar que menos gente se eduque o se forme o vaya a la universidad o realice un máster o un postgrado.
He ahí cuando aparece la necesidad de una política de becas potente de verdad, ambiciosa y que estimule a todos aquellos que demuestren un interés en seguir formándose y un esfuerzo acreditado con los resultados académicos y actitudinales. Una política que discrimine también en función del poder adquisitivo, favoreciendo, obviamente a los que más lo necesiten. Una política de becas muchísimo más dotada económicamente, aprovechando los recursos públicos ahorrados de la reducción de la subvención universal. Una ayuda atorgada a los que la necesitan y a los que no tendrían ningún inconveniente en seguir pagando si los resultados del sistema fueran mejores.
Quizás no es la solución definitiva, pero seguro que la alternativa actual no funciona.
Enric Renau
Editor
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