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La comprensión emocional. Una herramienta para educar en valores

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Javier Revuelta Blanco. Director del Centro de Investigación en Gestión de Conocimiento Revuelta. Consultor y formador en Clay Formación
En el III Congreso Internacional EDUCARED, el tema central fue la educación en valores. A diferencia de otras ediciones, he podido constatar como la importancia que se le daba a la dotación tecnológica de las escuelas ha pasado a un segundo lugar, adquiriendo mayor relevancia las cuestiones del "qué hacer” con unos aparatos que para los niños no representan ninguna novedad.

La idea de una educación en valores es más que acertada, sobremanera si notamos la creciente violencia que se está desatando en el sistema educativo. Quizás sea oportuno señalar, que las conductas que manifiestan los niños y los adolescentes de hoy son el reflejo de lo que acontece en el mundo que les rodea; razón por la que la educación en valores debería extenderse también a otros ámbitos.

Tanto la conferencia de Fernando Savater, que abrió el Congreso, como la que ofreció Federico Mayor Zaragoza en su clausura, magníficas las dos, enfatizaron en la necesidad de conducir el mundo de la educación desde el oportuno consenso a establecer en torno a los valores humanos de vida.

De modo que la pregunta que podemos hacernos es: ¿qué son los valores? Un valor se podría definir como un principio universalmente aceptado -por ejemplo la protección de los más débiles-, que una persona incorpora a su principio de realidad. Por consiguiente, el problema no parece estribar en las definiciones generales, sino en las utilidades particulares que cada miembro de la comunidad le pueda asignar a un principio determinado. En este sentido, la idea anterior, desplegaría un abanico de significados tan diverso, como personas con uso de razón hay en el planeta.

Otra cuestión, es que existen leyes y normas sociales que regulan determinados comportamientos, por lo que la desprotección de los más débiles -el maltrato infantil por ejemplo- es un acto punible y, por ello, digno de ser sancionado.

Por lo tanto, existen dos esferas de interpretación y utilidad de los valores: una es colectiva, que se regula por leyes; y, la otra, es individual, ofreciendo a la persona la libertad de considerar el significado de un principio concreto. La dimensión colectiva es aquella que establece unas señas culturales de identidad, a las que debemos acudir para convivir en armonía. Por su parte, la individual, es la que facilita un avance subjetivo; y, a la postre, la posibilidad de que la sociedad evolucione en una dirección determinada.

Uno de los objetivos de la educación en valores, consiste precisamente en equilibrar la idea de libertad individual -hacer ciudadanos críticos-, con la de convivencia social -hacer ciudadanos respetuosos con las leyes y las normas colectivas-. Para lograr este difícil binomio, no basta con explicar el significado de un principio determinado; también es necesario interrogar al niño sobre los sentimientos que le crean esos valores, y comprobar en la práctica, la utilidad de vivir conforme a ellos.

La educación omite, normalmente, el sentimiento como lugar de reflexión y, en cambio, relaciona directamente la acción con el valor. Por ejemplo, cuando un hermano pega a otro más pequeño, se le reprime argumentando que eso no se debe de hacer por determinadas razones: por ejemplo, que a los más débiles no les debe maltratar, sino que se les debe proteger.

El problema no está en la validez de los argumentos, sino en el valor que les asigna el niño. Seguramente para el agresor, su conducta esté más que justificada; es posible que sienta que su hermano pequeño le ha quitado el protagonismo que ostentaba él en su ausencia; o, incuso, puede ocurrir que el agredido sea un pequeño diablillo, que le hace cargar con todas las culpas de sus faltas.

Los argumentos que esgrimen los educadores, empezando por los padres, están muchas veces alejados de la verdadera realidad del niño, que está más cerca del sentimiento que de la razón. De modo que, el modo más correcto de solucionar el problema no es imponiendo un principio concreto, sino comprendiendo realmente los sentimientos del niño: al interrogar en esa dirección, se cambia la argumentación por la sugerencia y se estimula el pensamiento infantil; de esta forma, el niño desarrolla su propia escala de valores.

En caso contrario, el valor pasa a formar parte de su realidad personal, pero no media una comprensión real de su utilidad -por ejemplo, proteger al hermano menor permite comprender el verdadero significado de la valentía-. De modo que, si no media una reeducación, el niño crecerá en un sistema de creencias no aceptado -o impuesto-, y la decisión futura de proteger o no a las personas desfavorecidas, no será tomada en libertad. Cuando las decisiones que tomamos en la vida no se basan en el convencimiento personal, se producen contrasentidos que acarrean problemas añadidos.

Sin embargo, si el niño agresor es interrogado con suspicacia, sobre los sentimientos que le produce su hermano menor, el educador, podrá atesorar la información oportuna, es decir, la que al niño le sirve pues está dentro de su principio de realidad. Con esos datos, el maestro, la madre o el abuelo, podrán confeccionar las sugerencias adecuadas, a partir de las cuales, el niño logrará fabricar su rudimentaria pero eficaz escala de valores. Lo importante no es que el niño reproduzca un comportamiento socialmente aceptado, sino que sea capaz de tomar conciencia de los motivos que le conducen a hacer las cosas.

Naturalmente, en este proceso, los educadores, tenemos mucho que aprender de los niños, pues la información que éstos nos revelan, puede cuestionar nuestro propio sistema de creencias y hacer tambalear nuestra identidad personal.

Los niños disponen de niveles de conocimiento muy esenciales, pues aún no han sido culturizados como los adultos; sus respuestas carecen muchas veces de la lógica social, y se identifican más con realidades básicas como puedan ser el amor, el odio, la grandeza, la infinitud, la fantasía…; este nivel de conocimiento sigue formando parte de la naturaleza humana adulta pero, en algunos casos, aparecer solapado, oculto o reprimido. En este sentido, el reto que nos depara una educación en valores, es, sobremanera, el de nuestro propio desarrollo personal.
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