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Javier Revuelta Blanco. Consultor y formador en Habilidades Sociales. Colaborador de Clay formación
Los profesores se manifiestan porque ya no se sienten seguros en sus centros educativos, enseñar se está convirtiendo en una profesión de riesgo. El problema de la violencia en las aulas no atañe solo a los profesores, también afecta a los alumnos; y sus causantes no parecen ser una minoría.

La sociedad se extraña, antes no ocurría esto; cuando éramos niños o adolescentes no atábamos a nuestros compañeros de colegio a una farola y les rociábamos con gasolina, no hacíamos alarde de nuestra violencia, más bien tratábamos de ocultarla. El profesor era una autoridad indiscutible, aunque en ocasiones careciese de poder personal y sus enseñanzas fueran nefastas; aunque se pasara al autoritarismo y resolviera con nosotros sus propios conflictos internos. Pero nadie lo discutía, sus esporádicos arrebatos esquizo-paranoides eran considerados normales; de hecho, se había ganado mucho terreno, y la letra ya no entraba con sangre.

Ahora, a los niños no se les puede tocar. Los padres no lo permiten, la ley no lo permite, la moral no lo permite… y los niños campan a sus anchas, en un mundo donde la referencia a la autoridad sencillamente no existe para ellos. La educación en valores se está convirtiendo en un discurso vacuo, en un veto moral que no parece dar muy buenos resultados a la hora de controlar la agresividad; hasta es posible que provoque resultados contrarios a los inicialmente buscados.

El discurso moral consiste en comprender las causas de la agresividad, en determinar que aspectos de la misma son intraespecíficos, y en dirigirla de forma que no se tenga que reprimir. En caso contrario, se convierte en un sermón, cuya efectividad tan solo depende de la inteligencia con que se encauce el entusiasmo militante: el mismo que conduce a las personas a realizar actos violentos, y a reproducir actitudes restrictivas alejadas del espíritu de concordia colectivo.

La agresividad es uno de los instintos fundamentales de nuestra especie, origen, entre otras cosas, de la misma risa; y no se puede camuflar de heroísmo, sin dejar entrever el malévolo interés de romper los lazos de amor y amistad que unen a las personas. Pues, en la medida en que el conocimiento de un congénere se acentúa, la agresividad se inhibe. Cuando unos adolescentes graban en video una agresión y la suben a Internet para que todo el mundo pueda verla, están poniendo de manifiesto que no conceden mucho valor a sus propios vínculos afectivos, y que mayoritariamente están unidos para cumplir un fin concreto: el de la jerarquía social. Sin jerarquía social es muy difícil que una sociedad sobreviva, pero hay que alarmarse cuando se convierte en un fin en si misma, pues entonces cualquier medio está justificado.

La agresividad no se manifiesta solamente como consecuencia de determinadas circunstancia externas, sino que es un comportamiento espontáneo interno, que debe educarse de forma pareja al desarrollo del individuo. Cuando un grupo de personas pasa mucho tiempo aislado del entorno, se desencadenan comportamientos de agresividad entre sus miembros, incluso en el caso de que sean amigos. Cuando dejamos de tener referencias "extrañas” sobre las que encauzar nuestra agresividad, la volcamos contra nuestros propios compañeros o familiares; y, si permanecemos solos, podemos hacerlo contra nosotros mismos.

El programa de televisión "Gran Hermano”, en el que los participantes se encierran en una casa por un tiempo determinado, es un ejemplo de esta verdad; a medida que pasa el tiempo, los concursantes van acumulando conflictos, hasta generarse verdaderas enemistades. Otro ejemplo, se observa en los insultos que algunas personas profieren a los árbitros de fútbol. Estos improperios, constituyen movimientos de agresividad reorientados, que permiten a la persona mantener niveles normales de comportamiento; en definitiva, sobrevivir en sus grupos respectivos de pertenencia, tales como la familia, la empresa o la pandilla de los amigos.

Otro ejemplo más común lo comprobamos en los rituales del saludo y la despedida. Concretamente la despedida, tiene el valor de rebajar la agresividad que se produce en el transcurso de cualquier conversación. Esto es debido a que la comunicación no verbal es mucho más importante que la verbal, a la hora de aporta significado a una relación; y, a que no podemos controlarla desde la razón: los gestos, el tono de voz, la imagen personal, la postura… nos delatan permanentemente y generan tensión. De ahí que utilicemos un ritual, para socializar la agresividad.

El problema además de ser un problema moral, lo es también de estructura, de vertebración social. Los jóvenes necesitan mecanismos de socialización físicos, en los que puedan poner a prueba su instinto de agresividad.

Recuerdo que siendo niño, le tenía miedo a un compañero un poco mayor. Él me amedrentaba, ironizaba sobre mis defectos y me ponía en ridículo delante de los demás; yo no me atrevía a enfrentarme y nunca llegamos a pegarnos. Un día, el colegio organizó un campeonato de boxeo y me toco luchar contra él. No me acuerdo muy bien del resultado de la pelea, creo que empatamos, pero recuerdo, como si fuera ayer mismo, la enorme satisfacción que me produjo comprobar, que mi miedo se había esfumado como por arte de magia. El contacto físico, fue suficiente para que ambos tomásemos conciencia de nuestros límites biológicos; y, el desencadenante de que terminásemos siendo buenos amigos.

La idea fundamental es que la agresividad puede cumplir un papel positivo en el diseño de nuestra sociedad, pero si las condiciones del medio se distorsionan, se puede convertir en un factor destructivo: ¿qué hubiera ocurrido, si en lugar de un combate de boxeo, nos hubiéramos enfrentado con dos cuchillos o dos armas de fuego? Luchar -que equivale también a trabajar- con instrumentos tecnológicos, nos aleja de las consecuencias positivas de la agresividad, que no son otras que las de tomar conciencia de nuestros propios límites, y de los beneficios que supone encauzarla adecuadamente, de cara a obtener mejoras vitales como la protección o la estabilidad afectiva.

En este sentido, dar un puñetazo a una persona es más difícil, que apretar un botón de misiles para comenzar una guerra. En el primer caso, nos lo pensamos dos veces y antes de entrar en acción sopesamos bien las fuerzas de nuestro rival. Pero apretar el botón de la guerra a distancia, no presenta, a priori, mayor resistencia que la que pueda derivarse de nuestra propia moral. Y ésta, normalmente, suele estar supeditada al sentimiento de conformidad con nuestro entorno más próximo. Por eso, se comprende que un adolescente prefiera disparar un arma de fuego, antes que verse enfrentado a sus colegas de barrio todos los días.

También sería positivo que nos interrogásemos desde la moral, porqué nos escandalizamos tanto cuando dos políticos se insultan pública y despiadadamente; o, cuando dos niños discuten y se enfrentan, empujándose y agrediéndose. El sentido de utilidad de estos enfrentamientos, no es otro que el de sentirse confortablemente seguros en el seno de sus respectivos grupos, o el de medir las fuerzas de un rival, para no pasar a mayores; estableciendo así una jerarquía social. Naturalmente, frente a la salud de dos acciones sistemáticas pero puntuales, no cabe sino preguntarse por la salud interna del grupo o del individuo, cuando éstas se convierten en la tónica diaria: un "cachete” bien dado es absolutamente didáctico.

Pero hoy el adolescente está desprotegido de su propia verdad, desconoce sus límites, no discierne entre agresividad y violencia; y, se deja llevar por los estereotipos mediáticos, en medio del fragor grupal, de la pandilla que lo alienta y lo estimula; hasta el punto de cometer actos criminales, que individualmente no realizaría jamás.

Las estadísticas dicen que mas de la mitad de los jóvenes españoles no creen en la política, tampoco creen en la iglesia católica, ni en el resto de instituciones sociales como la monarquía, el ejército o los medios de comunicación social; los jóvenes de hoy confían mayoritariamente en las ONGs, y demandan espiritualidad de distinta naturaleza. Sin embargo, apuestan por la familia; el trabajo; la salud; la amistad; el tiempo libre; la tolerancia; la igualdad entre hombres y mujeres; los estudios o la diversidad cultural, como valores de referencia. En otras palabras, rechazan lo establecido para crear algo nuevo, pero demandan la seguridad de lo material y lo afectivo. Que no se den cuenta de lo importante que es el parlamento, o los medios de comunicación, a la hora de garantizarse sus propias aspiraciones, no es preocupante; lo que debe ponernos sobre aviso es que estas actitudes se reproduzcan en el mundo "adulto”. Que se muestren agresivos tampoco es alarmante, lo inquietante es que no reconozcan la autoridad que hoy se les presenta, como el paradigma de una evolución positiva en sus vidas.

Los jóvenes necesitan aprender a ser personas, a gestionar su propio crecimiento y su capacidad autodidacta. En los tiempos que corren, debería ya de haber asignaturas troncales como: "el ser humano y su crecimiento”; "la gestión de los sentimientos”; "creatividad e innovación”; "las relaciones personales”; "creación de riqueza material”…; lo que no se puede pretender, es solucionar un problema fundamental desde la transversalidad.

Quizás sea la mirada interior y la regeneración personal, la que pueda arrojar un poco de luz sobre todo este embrollo. Los niños y los adolescentes van a seguir demandando libertad para hacer y deshacer el mundo en el que viven, pero anhelan sobre todas las cosas, la seguridad material y afectiva; ellos son la punta del iceberg: ¿deseamos ver lo que hay debajo?
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