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Valores, juventud y educación
Artículo de opinión
Como primera aproximación, podemos determinar el concepto de valor como el de algo que es o que resulta valioso. La disyuntiva no es baladí, porque separa lo que tiene "valor en sí” -con independencia de la percepción subjetiva de alguien- de lo que tiene "valor para” algo, pura utilidad y, con frecuencia, percibido subjetivamente. Seguir por este camino nos llevaría a honduras filosóficas que requerirían seguramente mayor espacio y un importante esfuerzo reflexivo y no vamos a hacerlo aquí. Diré sólo que predicar el "valor en sí” tiene una connotación platónica, a menos que lo refiramos a un determinado sistema cultural -entendiendo dentro de éste todas las dimensiones de la "cultura”, como sus rasgos sociopolíticos, económicos, de "vida social” y, naturalmente, religiosos-. Si hablamos por ejemplo de lo que ha dado en llamarse "cultura occidental”, esa forma de ser, de estar y de vivir que alcanzó mayoría de edad histórica en Europa y desde ella pasó después a otros continentes, en especial a América, resulta clara su triple raíz judeocristiana, griega y romana, con aportaciones de otra procedencia: germánicas, eslavas, árabes y más tarde nacidas de las relaciones con otros pueblos y culturas hasta llegar a la globalización actual. Pues bien: la cultura y el sistema de organización sociopolítica y económica nacidos en ese crisol histórico tienen como "espíritu” (por emplear una categoría conceptual ya clásica) determinadas ideas y valores. Los valores característicos de tales cultura y sistema funcionan, por decirlo a la manera geométrica, como "postulados” que no requieren demostración y que, incluso intuitivamente, se reconocen como armazón básica del sistema
Pero buena parte de tales valores han cobrado una dimensión que rebasa el ámbito de una cultura o sistema concretos -por amplios que éstos sean- para constituirse en notas esenciales de la naturaleza humana tal como ésta se realiza en el tiempo actual. Si hay y se reconoce un conjunto de "derechos humanos”, es decir, propios del hombre sin distinción de sistema o cultura, es porque hay unos valores universales que los fundamentan. Se trata de valores de la persona, que es el hombre concreto abierto a la relación con los demás hombres (en una sucesión de círculos concéntricos, diríamos la familia, las relaciones personales con otros, los grupos en que cada uno convive...y así hasta llegar a la humanidad entera) y también en su relación con el entorno físico y biológico).
Estos son los valores que deben ser transmitidos, en horizontal y especialmente en vertical, de generación en generación, porque de ellos depende la posibilidad de una convivencia racional. Y esta transmisión debe tener como agentes a determinados sujetos sociales. Desde luego la familia y, naturalmente, las instituciones educativas. Hay, además, otros muchos transmisores (grupos de amigos, medios de comunicación, líderes políticos o religiosos, ”modelos” sociales ofrecidos como símbolos o ejemplos...) y no siempre los diferentes transmisores llevan la misma dirección e incluso, por desgracia, los hay que ejercen un influjo contrario a la comunicación de los valores deseables.
En la Ciudad Universitaria de Madrid hay un grupo escultórico en aluminio, obra de la escultora Anna Hyatt Hungtinton, que lleva como expresivo título Los portadores de la antorcha. Esta antorcha es la de la civilización y los valores fundamentales, humanos, que la sustentan. Un anciano, vencido por la edad, la entrega a un joven que la recoge decidido desde lo alto de su caballo que avanza hacia el futuro. Es, a mi juicio, un hermoso símbolo y está en un recinto universitario para significar el papel de la educación -universitaria y cualquier otra, singularmente la de la infancia y la de la adolescencia- en la transmisión de esa civilización y esos valores.
¿Cuál es el peso de la educación "formal”, es decir, la que se transmite a través de personas e instituciones cuya misión es precisamente transmitir civilización y valores? En la sociedad de nuestro tiempo se encuentra seguramente disminuido por comparación al que tienen otros agentes, singularmente los medios de comunicación de masas y, en especial, pues estamos en una "cultura de la imagen”, los medios audiovisuales y a su cabeza la televisión y las aplicaciones de nuevas tecnologías como Internet o los sistemas multimedia. Estos medios espectacularmente poderosos pueden, como medios que son, utilizarse en una dirección u otra, al servicio de unos u otros valores y aquí está la responsabilidad de quienes tienen autoridad sobre ellos y de quienes los dirigen, organizan, crean sus contenidos o los interpretan. Por desgracia, priman con frecuencia entre sus objetivos los de estricta búsqueda de audiencias que significan ganancia económica y poder, aún a costa de ofrecer contenidos y ejemplos de bajo nivel y hasta de franco hundimiento moral y/o estético. Y es lo cierto que, bien utilizados, serían instrumentos eficaces para elevar las mentes hacia los valores más deseables.
Desde el reconocimiento al esfuerzo benemérito de muchos educadores que disponen generalmente de medios escasos en relación a su tarea, hay que procurar también que, junto al fondo de los valores a transmitir, aprendamos también el cómo llegar a nuestros jóvenes sin despertar rechazos. Los valores que transmitimos encierran en sí capacidad de entusiasmo, pero no siempre es fácil despertar ese entusiasmo en los jóvenes a quienes nos dirigimos. Es necesario, a mi juicio, aprender formas nuevas, manteniendo además, como modo supremo de influencia positiva, el del ejemplo de quienes echan -echamos- sobre los propios hombros una responsabilidad que es inherente a nuestra función de educadores.
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