En el primer mundo, vivimos en una sociedad que no actúa como habla y, cuando lo hace, parece más que lo haga por interés particular que no por convicción en unos valores fuertes y positivos.
Queremos ser la sociedad y la economía del conocimiento, pero nos dedicamos a la construcción y a la economía del ocio y el turismo de sol y playa (hasta ahora). Pretendemos apostar por las tecnologías de la información y el conocimiento, pero cada vez hay menos jóvenes que quieran estudiar carreras técnicas.
Criticamos el estado actual del sistema educativo, pero cada vez invertimos, proporcionalmente, menos dinero de nuestro PIB a la formación. Queremos buenos docentes en la educación obligatoria, pero pagamos unos sueldos inadecuados y no aplicamos un proceso exigente de selección de maestros/as y profesores/as. Pretendemos un profesorado universitario que investigue y lo empujamos a que se espabile como pueda para complementar su sueldo con consultoría de poco valor añadido.
A nivel económico, nos ocurre algo parecido. Denostábamos el exceso de consumismo y, con el frenazo económico, nos damos cuenta que es el consumo el que mantiene el crecimiento económico, sin modelo alternativo, a corto plazo. Requerimos la cultura del esfuerzo pero compramos como locos lotería, apelando a la suerte como solución de nuestros problemas. Compramos productos ecológicos que nos envuelven con materiales no biodegradables y otros envoltorios superfluos. Nos proponemos ser solidarios con el tercer mundo, pero nuestra contribución no llega al 0,7%.
Desde el punto de vista cultural y político, exigimos la gratuidad de los libros de texto, pero leemos poco. Abogamos por la multiculturalidad en el mundo, pero somos poco propensos a aceptar la diversidad lingüística en nuestro propio país. Nos preocupa la inmigración, pero hay trabajos que nadie quiere realizar, aunque crezca la tasa de desempleo. Nos gastamos el superávit económico, en limosnas preelectorales, y a los territorios que más contribuyen a la solidaridad entre comunidades autónomas se les tacha de insolidarios.
Quizás ha llegado la hora de hablar menos y de ser más coherentes.
Enric Renau
Editor
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